Acerca del amor divino y la cólera divina, Jakob Böhme enseña así:
«El Maestro dijo:
"Entiende qué es el Cielo: No es sino el dirigir la voluntad hacia el
amor de Dios. Dondequiera que encuentres a Dios manifestándose a sí
mismo en el Amor, ahí encontrarás el Cielo, sin mover para ello ni un
pie. Y entiende también qué es el Infierno y dónde está: no es sino el
dirigir la voluntad hacia la ira de Dios. Dondequiera que la cólera de
Dios se manifieste en mayor o menor medida, ciertamente ahí está en
mayor o menor medida el Infierno, en cualquier lugar. Por lo que sólo
dirigiendo vuestra voluntad hacia el amor o hacia su cólera, estaréis en
el Cielo o en el Infierno."»
(Jakob Böhme, Tratado sobre el Cielo y el Infierno).
El amor de Dios es el hombre rindiéndose a la voluntad de Dios,
descansando en Él, abandonándose a esa instancia más profunda y real que su pequeña identidad ilusoria; es así como el Cielo se
manifiesta en él. La cólera de Dios, por otro lado, no es sino el hombre resistiéndose a esa voluntad superior, a esa naturaleza más auténtica; y es así como el hombre, por su propia resistencia al Amor, manifiesta el
infierno en el alma.
Dicho en lenguaje budista, se trata de familiarizarnos con nuestra naturaleza esencial. La meditación es ese familiarizarnos con la paz y con la realidad vacía y luminosa de todo fenómeno. Si no hacemos eso, estamos familiarizándonos con la guerra, y habituándonos a la percepción ilusoria de la realidad. En palabras de Jesucristo, «Quien no está conmigo, está contra mí». O lo sagrado, o lo profano. O dirigir la voluntad al amor de Dios, o dirigirla a la cólera de Dios. Cualquiera de las dos opciones es un trabajo con consecuencias, que construye un puente o lo destruye, que genera un hábito kármico beneficioso o un hábito kármico perjudicial. Es trabajar por el Despertar, o trabajar por la ilusión. No cabe otra opción, porque lo uno excluye lo otro, como la oscuridad oculta la luz y la luz hace desaparecer la oscuridad.
La cólera divina no es algo que viene de fuera, no se trata de un dios enojado excepto como imagen, como reflejo en el alma de nuestra resistencia y nuestra lucha activa contra la luz y el calor del Amor. Es un desplazamiento del Cielo al infierno en el alma, por haber dirigido la voluntad hacia la ira de Dios. Es esa resistencia a la Voluntad de Dios, al Amor y por tanto al Cielo lo que experimentamos como cólera de Dios, es decir como el mundo (que es a la vez el alma) sufriendo nuestra resistencia, siendo consecuente con nuestras decisiones y reflejando por tanto nuestro dolor mediante el ruido y la furia de este sueño o esta obra de sombras, mostrándonos así una vida falsa, que vivimos como «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada» (William Shakespeare, Macbeth, acto V, escena V).
Si el alma es un círculo en cuyo centro se encuentra lo divino, se
podría decir que el amor es la fuerza centrípeta y la cólera es la
fuerza centrífuga. Si la cólera va unida a la salida del Paraíso, el
amor permite el retorno. Esto se puede apreciar en la pintura de William Blake Adán y Eva encuentran el cuerpo de Abel, en la que Caín huye despavorido de su crimen, como encendido por un fuego que le envuelve en llamas. La ira de Dios es, tal vez, ese fuego que le consume, desde dentro y por su propia huida de la gracia. Al orientarse hacia la cólera de Dios, se excluye de su amor y le percibe como externo a sí. Ha de hacer ahora el hombre un viaje de retorno para recobrar el conocimiento original, que es ser y unión con lo divino, pues "quien está en las tinieblas ve a Dios fuera de él, pero quien está en la luz ve a Dios en sí mismo" (Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, XXVIII, 37').
Jámblico viene a decir lo mismo sobre la cólera divina, arrojando luz sobre ello desde una tradición diferente, la del platonismo y la teúrgia:
«Y de cierto también, los "ritos de aplacar la cólera", serán diáfanos, si captamos en su profundidad la cólera de los dioses. Pues bien, ella no es, como creen algunos, un resentimiento arcaico y constante, sino un apartamiento de la solicitud benéfica de los dioses, apartamiento de carácter voluntario, como si a mediodía, ocultándonos de la luz, nos echamos encima la oscuridad y nos privamos del don benéfico de los dioses.» (Jámblico, Sobre los misterios egipcios, I, 13).
Tal como dice Jámblico, la cólera divina es «un apartamiento de la solicitud benéfica de los dioses», y este apartamiento es «de carácter voluntario» y por tanto no exterior a nosotros. Es «como si a mediodía, ocultándonos de la luz, nos echamos encima la oscuridad y nos privamos del don benéfico de los dioses». Es difícil decirlo mejor.
Platón, hablando de la mantiké en el Fedro, dice que «en las grandes plagas y penalidades que sobrevienen inesperadamente a algunas estirpes, por antiguas y confusas culpas, esa demencia [la manía] que aparecía y se hacía voz en los que la necesitaban, constituía una liberación, volcada en súplicas y entrega a los dioses». (Fedro, 244d).
Es la entrega a la Divinidad, entonces, lo que hace desvanecerse la ira divina, la cual no es sino la no entrega y por tanto la lucha contra el Amor divino. Este es el mensaje esencial de los profetas de la Antigüedad, así como la función primordial de los sacrificios: aplacar la ira de los dioses debida a un apartamiento de su solicitud benéfica por el pecado, entendido éste como el error que supone toda actuación profana, es decir disonante con la armonía del Amor natural de la Divinidad. Así, en el Canto I de la Ilíada, se narra que Apolo castigó a los aqueos con la peste como consecuencia del pecado de Agamenón, para después retirarla en reconocimiento a la hecatombe y la reparación del rey al devolver a Criseida a su padre. En realidad, lo que los sacrificios (hacer sagrado) hacen, ese aplacar a los dioses, es convertir nuestro estado interno, redirigir nuestra voluntad desde la cólera divina hacia el Amor divino, desde la resistencia hacia la aceptación, desde nuestra voluntad hacia la auténtica Voluntad divina.
Salustio abunda en esta idea al tratar el problema de la cólera divina en relación con la impasibilidad de los dioses:
«Dios no conoce el placer –pues lo que conoce el placer también conoce el dolor–, ni conoce la cólera –pues la cólera es también una pasión–, ni se le concilia con dones –pues por el placer se vería dominado–, ni es lícito que lo divino se vea afectado para bien o para mal por los asuntos humanos. Por el contrario, ellos son buenos eternamente y solo hacen el bien, no causan el mal nunca, pues están siempre en el mismo estado. Nosotros, si somos buenos, por semejanza con los dioses entramos en comunión con ellos, pero si somos malos, por desemejanza nos alejamos; y si vivimos de acuerdo con la virtud nos unimos a los dioses, pero, si somos malos, los hacemos enemigos nuestros, no porque ellos se irriten, sino porque nuestros pecados no permiten a los dioses iluminarnos y nos ligan a los démones castigadores. Por el contrario, si por plegarias y sacrificios hallamos el perdón de nuestros pecados, veneramos a los dioses y los cambiamos, por lo menos, curando nuestro vicio por medio de estos actos y por la conversión hacia lo divino, de nuevo gozamos de la bondad de los dioses. De forma que es equivalente decir que dios abomina de los malos y que el sol se oculta a los que han perdido la vista.» (Salustio, Sobre los dioses y el mundo, XIV).
¿Cómo es posible hacer ese sacrificio y esa conversión de una manera interior y espiritual? Es posible porque en nosotros (en el alma) está el Cielo desde siempre. En palabras de San Pablo: debido a la acción salvadora del Verbo en nosotros, «justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la ira» (San Pablo, Epístola a los Romanos, 5, 9). Entrar en el Amor divino es tan fácil como abandonar nuestros esfuerzos por mantenernos en la cólera divina. Y, sin embargo, ¡cuántas dificultades nos encontramos para dar ese sencillo paso! No cabe sino adentrarse en la oscuridad del alma con fe –pues "la fe es lo que permite acercarse al conocimiento del amor que salva del exilio de la muerte" (Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, XXVIII, 37); y así penetrar en ese mundo de las Tinieblas que, para Böhme, es también el Fuego de la Ira de un Dios Padre que está airado, fervoroso y celoso por nuestro retorno al hogar, un fuego que consume aquello que debe ser consumido y transformado, ofrendado –al igual que en un sacrificio– como símbolo de nuestra orientación consciente al mundo de la Luz o Fuego del Amor, en el que Dios Hijo, el Verbo, nos muestra el Corazón de un Dios amoroso y misericordioso. Así, conciliando luz y oscuridad, transitaremos desde el mundo mezclado de Luz y Tinieblas hasta el mundo de la eternidad, el Cielo que siempre y a cada instante, abarcando el mundo del tiempo, nos sostiene y nos llama de vuelta al hogar.