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jueves, 16 de abril de 2020

Alma, muerte y destino en el Gorgias de Platón

John Roddam Spencer Stanhope, Charon and Psyche (1883)

Dice Sócrates en el Gorgias:

"Porque nadie teme la muerte en sí misma, excepto el que es totalmente irracional y cobarde; lo que sí teme es cometer injusticia. En efecto, que el alma vaya al Hades cargada de multitud de delitos es el más grave de todos los males." (Platón, Gorgias, 522e)


Me pregunto en qué medida esto que dice Sócrates es aplicable a la actualidad. ¿Qué tememos más, la muerte o cometer injusticia? Entiendo que la injusticia de la que habla Sócrates tiene más qué ver con la adecuación a la ley divina inscrita en nuestros corazones que a morales o códigos meramente culturales. A primera vista me parece que, en general, la "normalidad" de hoy es temer la muerte más que ser injustos, lo que nos señala como irracionales y cobardes a la vista de un sabio de la Antigüedad. Y, sin embargo, nos creemos mejores que los hombres del pasado, confiados en nuestra fe en el progreso, en esa ilusión de superioridad que finalmente nos ha facultado para vivir, paradójicamente, como seres superficiales y tibios, sin compromiso con la vida y la muerte, a la deriva en un mar de relatividad y frivolidad, en una vida de apariencias, privada de sentido. En su época, Platón pudo decir que en general se temía más cometer injusticia que la muerte, que solo los más cobardes temían por encima de todo la muerte. ¡Qué gran contraste! ¿En qué nos hemos convertido, entonces? Da la impresión de que vivimos como personajes medio reales en una burbuja que hoy, por cierto, nos está mostrando su fragilidad.

Pero tal vez podamos hacer una lectura alternativa, acaso más profunda por más universal, de las palabras de Platón: hay en nosotros, digamos, un ser irracional y cobarde, y otro íntegro y noble cuya cualidad fundamental es ser justo. Si vivimos desde la superficialidad, tememos más la muerte. Si, por el contrario, descubrimos el alma, es decir nuestra interioridad, nuestra profundidad, entonces es más temible nuestro destino ultramundano. Pero el Otro Mundo está aquí y ahora. Dice Jakob Böhme que el cielo y el infierno están aquí, o mejor, el mundo está en el cielo y el infierno simultáneamente. En suma, el mundo está en el alma. Y nosotros, por tanto, vivimos en el alma, lo sepamos o no, y en función de cómo vivimos, de si somos justos o injustos (retomando las palabras de Sócrates), vivimos además en el cielo o en el infierno, y en el fin de los tiempos se revelará nuestro verdadero hogar en todo su esplendor o en todo su horror. Por lo tanto, ese destino póstumo, ese bajar al Hades, es algo a considerar respecto al presente, y no tanto respecto a un futuro imaginario que en sí solo existe como pensamiento.

Los sabios de la Antigüedad nos instan a preocuparnos más del alma que de la vida corporal, porque es evidente que esta se va a acabar antes o después, mientras que el alma continúa. Su destino, nuestro destino, es adentrarse en el misterio total, en la oscuridad más profunda. Para dar valor a tal destino, claro, tenemos que redescubrir el alma, eso que hemos negado, eso que la modernidad y la ciencia moderna desprecian como un asunto de niños y primitivos. Quien hoy cree en una vida del alma, lo hace de un modo muy inconsistente, como un sueño al que no se presta apenas atención, como un cuento que nos contaron de niños, que queda en segundo plano hasta que un día no nos quede otra que tomar en serio.

Pero, ¿y si en el fondo lo que decía Sócrates en el diálogo continúa siendo de alguna manera así, que casi todos tememos antes cometer injusticia que la muerte, pero de un modo inconsciente? No la muerte en sí misma nos daría miedo, sino las consecuencias de abandonar este mundo sin el alma limpia, con el alma "cargada de multitud de delitos". Pero de un modo oscuro, como en sueños. Nosotros no lo sabemos porque hemos cerrado nuestros oídos, por así decir, a nuestro daimon personal. El daimon lo sabe y nos conduce, a duras penas, en la medida en que se nos van cayendo las estructuras personales. Tal vez, como hemos negado el alma y aun la muerte, percibimos apenas esta conciencia interna de lo verdaderamente importante como envuelta en una niebla de ilusión, como una ficción, y por tanto creemos que no hay mayor mal que la muerte, cuando nuestro verdadero temor oculto es, en el fondo, por lo que viene después o, visto desde otro punto de vista, por lo que implica ahora en el plano de la realidad del alma. Al no aceptar la realidad de la imaginación, el alma y el otro mundo como realidades de nuestra vida (no literales como la literalidad corporal del mundo físico, pero no menos reales o tal vez incluso más reales), al tacharlas de mera fantasía, vivimos en una caverna oscura donde solo queda la satisfacción inmediata de nuestros pequeños o grandes deseos mortales. Ese es el mundo que esta cultura de fin de ciclo ha puesto ante nuestros ojos. Un mundo de ilusión extrema que acaso nos coloca ante dos posibilidades: o bien sumirnos aún más en la ilusión y el olvido de nuestra verdadera naturaleza, o bien despertar a la realidad del alma y el espíritu.

Hoy, en esta etapa histórica de amenazas globales, la vida nos confronta con su aspecto oscuro, la muerte, que habíamos aprendido a ignorar a fuerza de superficialidad e infantilización. Hemos sido moldeados por la cultura para vivir una vida superficial, infantil, sin base real. Reina la frivolidad y la ingeniosidad, la mentira, la vanidad, la banalidad. Está bien ser ligero y jugar, atreverse a decir tonterías en público, aceptar lo banal como parte de la vida, escapar de una seriedad y una rigidez heredadas del mundo solidificado de la modernidad, ¿por qué no? Pero me pregunto si es posible ser frívolos y jugar con esas máscaras, y a la vez estar a la altura de las palabras del divino Platón, que nos mira desde un pasado tan distinto, y tan próximo. La proximidad de la muerte, que es muy real pese a nuestra ilusión de inmortalidad, viene hoy a recordarnos lo importante, y a hacernos esta pregunta crucial. ¿Qué tememos más, la muerte o que el alma vaya al Hades cargada de multitud de delitos?


jueves, 9 de abril de 2020

Zalmoxis, la verdadera salud y los buenos discursos

Hermes entrega la lira a Apolo. Fresco de Annibale Carraci en Roma (s. XVI)

Dice Sócrates en el Cármides:

"Zalmoxis (...) sostenía que no había de intentarse la curación de unos ojos sin la cabeza ni la cabeza sin el resto del cuerpo; así como tampoco del cuerpo sin el alma. Esta sería la causa de que se les escapasen muchas enfermedades a los médicos griegos: se despreocupaban del conjunto, cuando es esto lo que más cuidados requiere, y si ese conjunto no iba bien, era imposible que lo fueran sus partes. Pues es del alma de donde arrancan todos los males y los bienes para el cuerpo y para todo el hombre; como le pasa a la cabeza con los ojos. Así pues, es el alma lo primero que hay que cuidar al máximo si es que se quiere tener bien a la cabeza y a todo el cuerpo. El alma se trata, mi bendito amigo, con ciertos ensalmos y estos ensalmos son los buenos discursos, y de tales buenos discursos nace en ella la sensatez (sophrosýne). Y, una vez que ha nacido y permanece, se puede proporcionar salud a la cabeza y a todo el cuerpo." (Platón, Cármides, 156d-157a).


Esto se lo contó a Sócrates un médico tracio, "de los que se cuenta que resucitan a los muertos", seguidor de Zalmoxis. Zalmoxis era un dios reformador venerado por los tracios y los getas, vinculado a una tradición mistérica que implicaba la inmortalización del iniciado. Se lo relacionaba con Pitágoras y también con Dioniso, lo cual sugiere tal vez que los griegos reconocieron en él una autoridad iniciática y en su enseñanza una sabiduría propia de los auténticos sabios de la Antigüedad. También se lo asoció con Apolo, seguramente por ser este el dios de la curación.

Su enfoque holístico de la medicina contrasta con el de los griegos, quienes, según Platón, "se despreocupaban del conjunto". Pero el hecho de que a Zalmoxis se le concediera una autoridad singular desde el punto de vista religioso, como hemos visto, nos permite suponer que los griegos reconocían en su enfoque una sabiduría antigua que algunos de ellos se hacían conscientes de haber perdido en parte. Tal como los sofistas habían convertido la Filosofía en una actividad desvinculada de su origen espiritual, también los médicos, parece, habían perdido de vista la necesidad de cuidar el alma antes que el cuerpo. Pues, desde el punto de vista tradicional, el cuerpo no es sino la manifestación más exterior del alma, y por tanto recibe las consecuencias directas de su cuidado y de su descuido.

Si comparamos este enfoque tradicional, atestiguado por Platón, con el de la medicina y la terapéutica actuales, observaremos que hoy hay dos principales tendencias: una, la de la medicina convencional, que ignora el alma y se centra exclusivamente en el cuerpo, y ni siquiera de un modo más o menos holístico sino, por el contrario, a través de una especialización en parcelas cada vez más específicas y aisladas. La otra, la de las terapias naturales que, o bien parten de una interpretación más o menos dependiente de una medicina tradicional como base para su actividad (como la Medicina Tradicional China, la acupuntura o el shiatsu), o bien han desarrollado sus premisas en torno a un holismo que, en todo caso, guarda alguna relación, mayor o menor, con el enfoque holístico tradicional; por ejemplo, la homeopatía, la medicina antroposófica o la naturopatía. Sin entrar a valorar los distintos enfoques que de la medicina se han desarrollado o han subsistido hasta nuestros días, es fácil observar que ha habido una ruptura. En efecto, en los orígenes, el médico lo es tanto del cuerpo como del alma. El chamán tiene a su cuidado la salud corporal, psíquica y espiritual de la comunidad, puesto que estos aspectos no pueden separarse sin que esa separación no produzca en sí desarmonía. Una desarmonía que hoy en día es bien patente, siendo el origen, creo, de graves crisis que no son, en el fondo, sino síntomas de una crisis espiritual de una humanidad que se ha alejado excesivamente de su principio, origen y fuente.

En el texto de Platón, queda claro que, como decía, en el origen mismo de la civilización occidental, el deber del médico era reconocido ante todo como el deber de cuidar el alma del paciente como un todo, incluyendo el cuerpo como aspecto más exterior de esta. Si ya los griegos en época de Platón se habían alejado de este conocimiento primordial y "se despreocupaban del conjunto", ¿cuán lejos estamos nosotros, hijos de la cultura moderna, de entender esta enseñanza tan simple y tan fundamental de Zalmoxis? Los médicos tracios tenían fama de hacer inmortales a los hombres, lo que sin duda guarda relación con su enfoque holístico, enseñado por Zalmoxis; en efecto, eran buenos médicos, médicos de almas y cuerpos, y por lo tanto eran capaces de rejuvenecer a sus pacientes, en definitiva, de favorecer la vida y la salud. Tal vez en su arte encontráramos algo análogo a las prácticas taoístas de la eterna juventud, y a los distintos recursos que de la medicina china han llegado hasta nosotros. En todo caso, es algo que también en el origen de la civilización occidental ha existido, y de lo cual han sobrevivido restos, aquí y allá, a lo largo de la Antigüedad y la Edad Media. Por no hablar de las tradiciones vivas del chamanismo, que ya mencioné. Sería bueno que, remontándonos al origen de todo conocimiento verdadero, recuperásemos el arte del verdadero médico que, en origen, era no solo un médico holístico sino un intermediario entre los dioses y los hombres. Pero quizá el paso previo y más importante sería recobrar la conciencia de que "no había de intentarse la curación de unos ojos sin la cabeza ni la cabeza sin el resto del cuerpo; así como tampoco del cuerpo sin el alma", como, según el médico tracio de Sócrates, sostenía Zalmoxis. Es esta una noción que podría llevarnos muy lejos, y que creo que es fundamental para entender no solamente la enfermedad en los individuos concretos, sino también la crisis espiritual de la humanidad y sus síntomas, entendida como enfermedad, desequilibrio o disfunción del alma humana, que por cierto implica también al Anima Mundi o Alma del Mundo, pues en el alma no hay límites. Siguiendo las posibilidades de esta línea de pensamiento, e hilando con el hilo de la Imaginación y el simbolismo, podríamos hablar también del hecho de que ciertas enfermedades aparezcan en nuestros tiempos, en un mundo globalizado que, a través de ellas, nos muestra su fragilidad.1

Pero quería destacar otro aspecto del texto de Platón, que es el que me llevó en un principio a escribir esta reflexión. Resulta curioso que, tal como dice Sócrates, el tratamiento del alma que administran estos médicos tracios utiliza "los buenos discursos" como un recurso de sanación. Esto se podría entender como una pequeña broma en el contexto del diálogo concreto con Cármides, y tal vez lo sea en cierta medida, o a cierto nivel, como quien haya leído el diálogo sin duda entenderá. Pero me parece que quedarnos en eso equivaldría a limitarnos a un nivel de lectura que, si bien válido, es superficial, y cerrarnos a niveles de significación más profundos. ¿Por qué no hacemos el ejercicio de simplemente creer a Sócrates y comenzamos por aceptar, de una forma en cierto sentido literal, que lo que dice puede significar también exactamente lo que dice? Eso nos llevará, como veremos, lejos de la mera literalidad, pues el punto de vista del alma es, como enseña Patrick Harpur, esencialmente metafórico, e incluso la literalidad puede servir de puerta a la Verdad revelada por la metáfora en las alas de la Imaginación. Creamos, pues, que Platón se tomó en serio eso mismo: que los buenos discursos sanan el alma. Pero ¿cuáles podrían ser estos buenos discursos que engendran la sofrosýne, es decir el equilibrio y la armonía, en el alma del ser humano? Parece evidente que no cualquier discurso sino uno que es también un ensalmo, como él dice, un conjuro, es decir un discurso que conecta con lo mágico, con lo sagrado, que transmite un poder específico que emana de la dimensión sagrada del ser humano. Los buenos discursos serían, entonces, discursos mágicos, sagrados, porque resuenan en el alma.

El discurso en sí mismo se puede entender, originalmente (esto es, en el Origen que siempre está presente) como la manifestación perfecta de la Realidad. La Palabra es sagrada por naturaleza, es el Verbo, el Logos divino, y como tal actualiza la sabiduría inherente al Principio. Aparentemente, este no es el caso de las palabras corrientes, que son profanas, solemos creer, porque no están vinculadas al ámbito de lo sagrado, en el sentido de que surgen de la boca de hombres que no están viendo lo sagrado en el instante de decirlas. Pues, si lo vieran, en ese momento toda palabra que saliera de su boca sería sagrada. Sin embargo, si tenemos en cuenta que lo sagrado siempre está presente, independientemente de que los hombres lo vean o no, desde luego toda palabra es sagrada, así como todo acto y todo pensamiento. Pero lo sagrado como concepto surge de la pérdida de la vivencia constante del Misterio en la vida. A partir de esa pérdida, de ese olvido, la vida ordinaria pasa a ser una vida profana, y la vivencia de lo sagrado queda circunscrita al ámbito del concepto de lo sagrado, ámbito conceptual que solo puede ser superado por la verdadera reminiscencia o actualización del conocimiento olvidado.

Estos ensalmos tienen un efecto benéfico en el alma porque restablecen en ella un vínculo con lo sagrado. De este modo, lo divino, que es raíz y fuente secreta del alma, puede hacer fluir sus aguas, o arder su fuego, para sanar aquello que deba ser sanado, en ella y a su vez en el cuerpo. Estos ensalmos no tendrían por qué ser extrañas y complicadas palabras si retomamos la idea que veíamos antes: que lo sagrado está siempre presente. Cualquier palabra puede, entonces, ser mágica y sagrada, despertadora de influencias espirituales sanadoras. ¿Qué es lo que le da ese poder? Parece que no puede ser otra cosa sino la fuente de dicho poder, es decir el propio Espíritu, el Fuego interior que es lo divino en lo humano y que mantiene la llama de la vida encendida, y el alma y la Imaginación. Hablar buenos discursos es, entonces, hablar de manera acorde con este Fuego que anima el alma. Algo en estos discursos, imbuidos así de tal poder, hace que en el oyente el alma, como por resonancia, se reordene y equilibre, recobrando la salud, que no es sino el equilibrio de las distintas partes de la unidad humana.

En el budismo Vajrayana, existe la figura de los Tres Vajras, es decir Mente, Discurso y Cuerpo, que son los tres ámbitos a los que se dirigen las diferentes prácticas del camino espiritual. Aproximadamente y en un plano algo diferente, corresponden a la tríada occidental de espíritu, alma y cuerpo. El discurso se entiende en esa tradición como una puerta a la Verdad, lo mismo que la mente y el cuerpo. El discurso, el habla, la palabra, corresponden al mundo psíquico de las energías y los sueños. Es desde el punto de vista de ese mundo del discurso sagrado, del habla divina que nos es propia en nuestra más profunda esencia, donde se entienden mejor, creo yo, las palabras de Sócrates: "El alma se trata, mi bendito amigo, con ciertos ensalmos y estos ensalmos son los buenos discursos, y de tales buenos discursos nace en ella sophrosýne". Los buenos discursos sanan el alma porque el alma es la puerta del lenguaje al Espíritu, porque existe de hecho una correspondencia natural entre el mundo del alma y el mundo del habla y de las palabras. Y, en la medida en que las palabras que recibe el alma están limpias, son sagradas, son mágicas, en esa misma medida algo resuena en el alma, y el equilibrio natural que le es propio se manifiesta y se extiende al cuerpo. ¿Por qué? Porque son palabras, podría decirse, verdaderas. La Verdad resuena en la Verdad. Aquello que es verdadero reconoce la Verdad en cuanto la oye. Nosotros somos Verdad, más allá de nuestras ideas ilusorias. Si estuviésemos despiertos por un instante, reconoceríamos la Verdad en todas partes, y ese mismo reconocimiento sanaría todo nuestro desequilibrio.

De ahí que los médicos tracios de Zalmoxis utilizaran ciertos ensalmos en acompañamiento del uso de ciertas hierbas, como es el caso que proponía Sócrates a Cármides, en el diálogo, para aliviar su dolencia. Parece como si Platón, partiendo de una práctica médica y mágica concreta, hubiera hecho una extrapolación a un concepto de los buenos discursos más acorde con el lenguaje racional que él  maneja. Pero creo que en el fondo, este aspecto no sería sino una más entre las múltiples posibilidades simbólicas de la Imaginación, que además se simbolizan entre sí. Nos encontramos entonces en los dominios del dios Hermes, amigo de las palabras y los símbolos, un reino muy próximo, al parecer, al de Apolo en tanto que dios de la sanación, homólogo en ello del tracio Zalmoxis. Es interesante recordar que fue Hermes quien entregó la lira a Apolo, y puede que en ese gesto podamos ver un símbolo de la relación entre lenguaje y salud que he tratado de explorar.

Tal vez en lo más esencial, retomando lo que decíamos antes, los buenos discursos, es decir los que sanan el alma, no son sino toda palabra dicha y oída con el espíritu adecuado, todo uso correcto (sagrado) del lenguaje, entendido como cualidad del alma, vivido como alma, como misterio y como magia. Pues la Magia, entendida no solo como ciencia tradicional concreta más o menos subsidiaria de una tradición sino como origen y compendio de todas las ciencias sagradas, no es sino el uso consciente de la verdadera naturaleza de las cosas, los actos, los pensamientos, los ritmos, las palabras, para religar al hombre con su divinidad olvidada, para sanar el alma y desvelar en ella la Verdad.



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1 Sobre este tema, puede ser interesante y oportuna la lectura de los recientes artículos de Francisco Ariza "Coronavirus, el “Virus Global” como síntoma del Fin de Ciclo" y "¿Un Nuevo Orden Mundial? Las Consecuencias del Coronavirus según la Doctrina de los Ciclos", que exploran el sentido simbólico de los acontecimientos que en este momento estamos viviendo a escala global, desde el punto de vista de una interpretación de la doctrina tradicional de los ciclos cósmicos.